La primera vez que a Juana
le importó que el mundo fuera redondo, fue en Pinamar con su papá.
Tenía once años, y en la
escuela ya le habían hablado más de una vez de Colón. Pero como Juana tenía
asuntos más interesantes en los que pensar, nunca había prestado demasiada
atención a quién era ni por qué era tan importante una obviedad como que el
mundo fuese redondo. Pero esa tarde en Pinamar, todo pareció cobrar un sentido
que en el libro de historia no tenía.
Ya no había mucha gente en
la playa porque era tarde; tarde para estar cerca del mar y tarde para estar de
vacaciones. No quedaba nadie en Pinamar los veintilargos de febrero. “Tiene
gusto a fin de fiesta”, decían siempre sus papás, pero se ve que en el fondo les
gustarían los finales de fiesta, pensaba Juana, porque lo cierto era que todos
los veranos seguían yendo en esa fecha. Ella no sentía ese famoso gusto. Para
Juana era más bien como una fiesta propia. La playa estaba tranquila, había
carpas vacías para meterse a jugar y cuando venía el atardecer y el sol
empezaba a esconderse, Juana se sentaba en la orilla a mirar hasta que el mar
se lo hubiera comido entero, y ese era un espectáculo solo de ella. No se lo
compartía a nadie. A veces quizás a su papá, pero a nadie más.
-¿Sabés qué me gustaría a mí,
Juani? -confesó él esa tarde- Subirme a un bote, empezar a remar y un día llegar a Australia.
Al principio Juana no
entendió lo que quería decirle, pero después se acordó de todos sus maestros
hablando de Colón y comprendió que el mundo no tenía esa forma en vano: era redondo
y eso abría un inmenso abanico de posibilidades. Ahora Juana podía recorrerlo
entero. En ese mismo momento, podía empezar a nadar y a alejarse de la
costa, sabiendo que algún día a algún lado iba a llegar. Y cuando llegase
miraría para atrás y podría ver a su papá saludándola a lo lejos desde la
otra orilla, porque entonces el mundo no sólo sería redondo, sino también de ella.